"Infancia Feliz" Acrílico sobre lienzo de 40x20cm
«Infancia Feliz» Acrílico sobre lienzo de 40x20cm

Hay obras que no se hacen, si no que nacen. No tienen un objetivo estético, no pretenden buscar elogios. Son como la carrera improvisada de las personas que usan el deporte para aliviar tensiones o como la copa de alcohol de los que buscan ahogar sus penas. Este cuadro era una necesidad.

Hace unos días, una amiga de Facebook compartía la fotografía de un tirachinas en su muro. Es increíble como actos tan sencillos pueden llegar a remover tanto los cimientos de otras personas. Esa imagen me paralizó y por un momento me sentí como la típica protagonista de una película que de repente recuerda todo su pasado olvidado: mi infancia feliz.

Todos los veranos, en cuanto terminaba el colegio, mis padres cargaban lo imprescindible para el verano en unas maletas grand

ísimas de cuero granate y nos dirigíamos al pueblo de mi madre en La Sepulvedana. Tras horas de autobús y una larga caminata por un sendero de arena que recuerdo interminable, a lo lejos, bajo la sombra de las parras nos esperaban los abuelos para darnos la bienvenida. Mi abuelo se pasaba los días de antes a nuestra llegada fabricando tirachinas para todos con su navaja. Mi abuelo era conocido por todos como «Finito». Un sietemesino de aspecto frágil, muy pequeño y miope a más no poder…un superviviente desde que nació y nadie apostaba nada por él, que hubiese podido vivir y sacar adelante a su familia con lo que cazaba y sembraba como el más fuerte líder de cualquier tribu. Un héroe rural que cargaba sus bolsillos con piedras por si tenía que usarlas para luchar contra cualquier injusticia. Sus tirachinas del verano eran la forma de hacernos llegar parte de sus conocimientos que tan bien le vinieron durante su milicia en Marruecos. El tirachinas era nuestro único «juguete», el legado de mi abuelo, un objeto lleno de simbolismos y que a pesar de ello, reconozco que llevaba años sin recordar.

Hoy en día se nos echarían encima varias asociaciones, pero en aquel entonces, en una diminuta casa en medio del campo que por no tener lujos no tenía ni electricidad, disponer de un tirachinas con el que practicar puntería, era considerado artículo de primera necesidad durante las largas siestas de verano de los adultos que por aquel entonces llamaban «digestiones». Mientras tanto, los niños que no tenían edad de dormir siesta, esperaban silenciosos bajo la sombra de las higueras. Tan solo podía escucharse el zumbido de los insectos, el canto de los pájaros, las plantas agitándose en las extrañas ocasiones que se movía el viento y el latigazo del elástico de la goma del tirachinas al lanzar las piedras. Segundos después, el impacto de las mismas chocando a medio metro del objetivo. Si: a pesar del duro entrenamiento, mi puntería jamás llegó a ser buena.

Con solo la imagen del tirachinas se me vinieron encima todos esos recuerdos…y el olor a una tarde de verano muy calurosa. El sabor de los ansiados helados en la plaza del pueblo al caer la noche, y cómo podían perder parte de su magia si una de las ancianas se empeñaba en besarte y dejarte su sudor (y olor) impregnado en el rostro. Mi padre moviendo las rocas del cauce de un río para crearnos nuestra propia piscina natural año tras año. El tiempo infinito esperando que las culebras asomasen la cabeza para poder capturarlas. La mezcla de miedo y asco cuando mi madre veía que lo había conseguido! Jugar con los renacuajos, ranas, peces…Pollitos de colores como mascotas que si sobrevivían, se convertían en la cena de navidad del familiar que siguiese con «sus cuidados» cuando volvíamos a Madrid. Mi pato Piki Punky que murió en las fauces de un perro conocido y que nunca olvidaré. La vida entre la niñez y la adolescencia. Los primeros besos a escondidas que terminaban en bofetón al llegar al punto de encuentro con mis padres: «-Cómo has podido!!!????Con el hijo del cabrero-policía-peluquera-carnicero-etc…!!!!!!» Moriré con dos dudas: cómo se podían enterar tan rápido de mis escarceos en una época donde no existían los móviles y cuál era la profesión correcta para no llevarme reprimenda!

Amores de verano que se juraban eternos en correspondencia manuscrita (que todavía conservo) y que morían con la caída de las primeras hojas del otoño.

El fin de la inocencia. La toma de conciencia de muchas realidades ocultas. Sentir que el guión de tu vida familiar le parecería demasiado enrevesado al mismo Almodóvar y muy violento a Tarantino. El fin de las vacaciones en el pueblo. El fin de la infancia feliz. Recuerdos encerrados bajo llave en un rincón del cerebro que escaparon al ver la imagen del tirachinas.

Si algún día tengo la desgracia de sufrir Alzheimer y mi cerebro me lleva de regreso al pasado, que me traiga al punto en el que me encuentro ahora o que me lleve de regreso con mis tirachinas a esas eternas tardes de verano.

 

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