«Un rincón donde soñar» Óleo sobre lienzo 100x81cm. No es un cuadro muy «yo». Llevaba aparcado siglos porque no le encontraba solución, pero ayer estaba haciendo unas pruebas de color para otro proyecto y de repente encontré la manera de darle fin con la pintura que me había sobrado. Los que pintan, conocen esa sensación de «cómo he podido estar tan ciega si lo que no encajaba estaba delante de mis narices!»

Sobre el cuadro: La vida nos ofrece miles de caminos y nuestras elecciones nos van dirigiendo hacia nuevas vertientes. Una de ellas, puede ser sin duda la de viajar fuera para estudiar y/o trabajar y sobre todo aprender a vivir a solas, lejos de la protección que aporta nuestra zona de confort (familia, amigos…), con sus alegrías y sinsabores. Cuando encontré la foto en la que me basé en este cuadro, vi reflejada a una chica joven, independiente, valiente, que saboreaba en soledad sus sueños y temores tras haberse enfrentado a un día más con la ilusión de alguien que sabe que está construyendo su propia aventura, y la satisfacción de haberse podido enfrentar a sus miedos, o simplemente a una vida real que te empuja y aprieta en el transporte público, que parece querer congelarte una tarde de otoño que no prometía ser tan gélida por la mañana, que aprieta tus pies por un calzado tan bonito como incómodo, etc…entre otras situaciones cotidianas. Me pareció una imagen privada e íntima, donde la mujer que se miró al espejo desafiante y salió a comerse el mundo con su vestido rojo y la cabeza bien alta, después de una larga jornada, se recoge la melena, desnuda sus pies para que vuelvan a tomar contacto con la realidad, y se relaja en su rincón favorito desprendiéndose de todas sus máscaras; Seguramente aquel lugar es el que la llevó a escoger ese apartamento y no otro: con un balcón luminoso donde poder tomarse un respiro o simplemente respirar mientras disfruta de un café recién hecho, del recuerdo de un día donde ha dado lo mejor de si misma, y de su imaginación, el único lugar donde cualquier sueño puede cumplirse, y donde los diferentes caminos son escenarios que puede recrear cuantas veces quiera. Un rincón donde soñar
Hace unos meses leí el relato del escritor Julio R. Naranjo y no sé por qué me pareció que la chica de mi cuadro y la su protagonista podían llegar a compartir ciertas similitudes. Automáticamente «ella» se trasladó a vivir a Boston, una ciudad que conozco y me parece el enclave perfecto tanto para el relato como para mi cuadro, y puede ser que durante ese momento que he tratado de reflejar con mi pintura, estuviese pensando en un amor platónico que… No os hago spoiler!
Leed y disfrutad:
ELLA
Como cada día desde hace seis años, ella es una más de las decenas de pasajeros que, café en mano, se deja mecer por el brusco traqueteo del metro. Apenas son las siete de la mañana. El otoño se ha presentado de improviso, pero eso es algo que todo aquel que vive en Boston lo sabe.
Ayer domingo lucía un sol espectacular, las calles estaban repletas de turistas y bostonianos; unos y otros disfrutaban de una ciudad amable y siempre dispuesta a recibir a todo el mundo con los brazos abiertos.
Hoy, lunes, sin embargo, el cielo ha amanecido recubierto por unas amenazantes nubes y el viento sopla gélido desde la costa atlántica.
Encapsulados en un vagón en el que apenas cabe alguien más, en breve comenzará el mecánico ritual que, en silencio, se repite día tras día. Unos bajarán y otros subirán, quizá para regresar mañana una vez más, o tal vez para no volver a coincidir jamás. Ella es discreta, desde luego, pero aun así le gusta prestar atención a todo cuanto la rodea. No es curiosidad malsana, desde luego que no. Le resulta difícil sin embargo ignorar que, detrás de cada rostro anónimo, de cada mirada perdida o inquieta, tal vez esperanzada o quizá vencida, se esconda una historia que merezca ser oída.
Ella pinta historias y dibuja sentimientos. Y el metro, oscuro, silente, es un enorme retablo del que a diario se sirve.
Nueva parada.
En perfecta armonía, bajan tantos pasajeros como otros tantos repletan el vagón. Apenas dos estaciones más, y habrá llegado a su destino, la zona centro, una mar de edificios del Estado, Tribunales, oficinas y sedes de grandes corporaciones. Todos ellos transitados por miles de personas que, como una riada de hormiguitas, ocuparán sus puestos de trabajo de 9 a 5 de la tarde.
Ella trabaja en el Boston City Hall, un imponente edificio de hormigón construido en los años 60. Le gusta su trabajo, entre otras cosas porque puede comprobar por sí misma cómo el Ayuntamiento presta su asistencia a quienes así lo demandan, liberada en parte de la burocracia administrativa que, en una ciudad como Boston, inevitablemente se enreda en el día a día de los ciudadanos.
El café aún arde.
Se levanta y se dirige a la puerta de salida. Unos, los que van sentados, los más afortunados, ojean el Boston Herald: otros leen sus ipads o consultan sus móviles; unos pocos, leen un libro.
De papel.
El resto, bastante tiene con lograr sobrevivir a los empellones que unos y otros dan y reciben cada vez que el tren se pone en marcha o frena.
Al salir, ella le ve.
Desde hace un mes, sus miradas se cruzan furtivamente. No es que se conozcan, ni si quiera se atreven a darse los buenos días, a pesar de que entre tanta gente anónima, el uno y el otro son una suerte de compañeros silenciosos cuya presencia advierten perfectamente.
Ella sonríe para sus adentros; le viene a la cabeza una película del Oeste. ¿Quién será el primero en desenfundar? Pasa junto a él, y con una sonrisa le da los buenos días. “Enigma solucionado”, se dice, mientras las primeras luces del alba se cuelan por la claraboya de la estación.
ÉL
“Soy un imbécil”, piensa, mientras aún permanece con la boca entreabierta. “Quizá, si es que con este frío que hace la hubiera, entre en ella alguna mosca”, murmura; pero desde luego, no ha sido capaz de emitir una sola palabra. Si acaso, un leve balbuceo. “¿Se habrá dado cuenta?”, piensa, mientas no deja de recriminarse, cercano al flagelo, cómo es posible que después de tantos días observando a aquella mujer, incapaz de acercarse a ella, a pesar de tratar de buscar cualquier pretexto para entablar una conversación y, quién sabe, si la cosa fuera bien, invitarla a tomar un café, haya permanecido en silencio.
Él es escritor.
Pero de igual manera que delante de su portátil las letras y las ideas fluyen y es capaz de plasmar todo cuanto le viene a la cabeza- un amigo suyo, artista, le dice que es un escultor de palabras-, lo de comunicarse verbalmente no es su punto fuerte. Ironías de la vida, piensa, sin que por un segundo la desazón que le corroe por dentro remita.
Sale a la calle.
Una ráfaga gélida le golpea el rostro. El sol se ha hecho un hueco entre el amasijo de nubes que ya anuncian las primeras nevadas del otoño.
ELLOS
Hoy es el cuatro de julio. La ciudad bulle con más vitalidad de la habitual. Es un día de fiesta y celebración. El Charles River separa Boston de Cambridge, la ciudad universitaria que nunca duerme, cuna de Harvard. El embarcadero ruge como un avispero; unos estudiantes que han estado remando toda la tarde abandonan su regata y entre gritos y abrazos, se dirigen a la explanada desde la que como cada año, tras el concierto al aire libre, podrán contemplar cómo el cielo se inunda con un estallido de colores. Poco a poco, la pradera se va llenado de familias y amigos; barbacoas, cervezas y sonrisas, muchas sonrisas, acompañarán a todos cuantos se unan a una noche cuyo fin nadie anhela.
Ella se encuentra sentada en un recodo de la rivera; es su rincón secreto, el mismo al que acude en las frescas tardes primaverales, cuando el rocío del Charles River se entrevera con el verde aroma de la exuberante vegetación. La brisa arrastra con suavidad la música del concierto, las risas de la gente.
La ciudad respira y su corazón late.
Los rascacielos lucen imponentes y su brillo riela sobre las tranquilas aguas.
Unos metros más adelante, ella le ve.
Sí, es él.
El otoño pasó, dejando tras de sí un rastro de árboles ocres que ya morían para renacer meses después una vez más. El invierno tiñó de blanco las calles, como si siempre fuera Navidad. En todo eso tiempo, ambos se cruzaron apenas en un par de ocasiones.
Ensimismado, sostiene un libro entre sus manos, pero su mirada se pierde en el horizonte. Se levanta, tal vez atraído por el bullicio que a su espalda crece en intensidad.
Se da la vuelta, y entonces la ve.
La noche se viste de arcoíris.
Julio R. Naranjo
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